Todo fue inesperado, el
encuentro, la casa, las personas que conocí, todo, incluso los detalles parecen
más irreales a medida que pasa el tiempo. Tal vez es la memoria la que nos
oculta de descubrir una realidad o una irrealidad, y nos sumerge en el recuerdo,
el recuerdo de lo que quiere que recordemos, y el olvido de lo que necesitamos
olvidar.
Mientras conversaba con un amigo
de toda la vida, le conté mi situación, la miseria en la que me encontraba y la
incertidumbre de cómo salir de ella.
En realidad enterarme de mi enfermedad fue muy doloroso y no lograba asimilar con exactitud lo que debía hacer. Él, sabio como siempre, y lleno de un misterio - tal vez ritual – me dijo que me contactara con ellos, ellos sabrían que hacer. Al principio desconfié de todo el relato que me hizo, y sobre todo de las indicaciones para contactarlos. Pero mi desesperación y la posibilidad de una salida hicieron que tomara fuerza y me convenciera – tal vez no era convencimiento, tal vez era la necesidad de una verdad la que me obligó a hacerlo – de llamarlos.
En realidad enterarme de mi enfermedad fue muy doloroso y no lograba asimilar con exactitud lo que debía hacer. Él, sabio como siempre, y lleno de un misterio - tal vez ritual – me dijo que me contactara con ellos, ellos sabrían que hacer. Al principio desconfié de todo el relato que me hizo, y sobre todo de las indicaciones para contactarlos. Pero mi desesperación y la posibilidad de una salida hicieron que tomara fuerza y me convenciera – tal vez no era convencimiento, tal vez era la necesidad de una verdad la que me obligó a hacerlo – de llamarlos.
Por extraño que parezca, no
recuerdo la llamada, tal vez nunca la hice, aunque todos los del grupo
posteriormente me aseguraron que uno siempre llama, uno los busca, y de alguna
u otra manera ellos se contactan con uno, pero siempre es uno el que debe dar
el primer paso. Es una manera de enamoramiento, en que hay que actuar, hay que
ser eficaz o podemos perder el tren que cruza ese puente, la frontera que nos
separa de la última realidad.
Las indicaciones de mi amigo y de ellos sin embargo eran claras, y aunque desconfiado por el lugar, no tuve más remedio que seguirlas. Debía estar en el Quicentro, en plena Naciones Unidas y Shyris a las 12 en punto, esperar una camioneta blanca o gris – ahora no estoy muy seguro de su color - y subirme en ella en cuanto pasara a mi lado.
Las indicaciones de mi amigo y de ellos sin embargo eran claras, y aunque desconfiado por el lugar, no tuve más remedio que seguirlas. Debía estar en el Quicentro, en plena Naciones Unidas y Shyris a las 12 en punto, esperar una camioneta blanca o gris – ahora no estoy muy seguro de su color - y subirme en ella en cuanto pasara a mi lado.
El día señalado para mi encuentro
con el grupo salí de casa antes de lo acostumbrado para llegar a tiempo. Sin
embargo, no se si llegué antes o después de las doce, pues ese es otro de los
detalles que parecen haberse borrado de mi memoria, lo cierto es que entré en
pánico al ver que pasaban los minutos, antes o después de medio día, y la
camioneta no llegaba, o tal vez llegó y yo no estuve, o la confundí y no supe
que eran ellos, o no reconocí las señales que me hicieron y decidí no intentar
subir a ninguna de las camionetas que pasaban, y que en realidad fueron muchas.
Con una angustia que hacía que mi corazón palpitara como intentando dejar mi pecho, nervioso y a punto de un colapso, y luego de una espera que pareció una eternidad, apareció la camioneta con un símbolo extraño, pero que me recordó una conversación anterior con mi amigo. En las puertas laterales del vehículo, o al menos en la del lado del copiloto se dibujaban tres círculos dentro de una circunferencia mucho más grande, el símbolo de la paz de Roerich, que hace unas semanas me lo hizo conocer mi amigo, y sobre el que estuvimos largo rato discutiendo camino a nuestras casas un domingo por la tarde. Al instante supe que era la camioneta indicada, y para que no quepa duda, fui alumbrado por sus potentes faros – aunque ahora dudo que hayan encendido las luces del vehículo y más bien fue el sol de medio día el que se reflejó en ese instante y me alumbró directo a los ojos. Por un instante quedé completamente ciego, pero no debía dejar escapar la oportunidad y caminé al filo de la acera e hice unas ridículas señas para que se detuviera.
Dos hombres de unos 35 o 40 años, o al menos así lo parecieron en ese instante, se encontraban en la cabina de la camioneta, me saludaron o al menos así lo creí, en un lenguaje extraño pero que en ese momento lo comprendí perfectamente y abordé sin preguntar nada a la cabina. Nadie volvió a hablar durante todo el trayecto, o eso pienso ahora, ya que no recuerdo que haya tenido lugar conversación alguna con los dos sujetos que se encontraban a mi lado, y al parecer ahora también he olvidado el camino que tomamos, las calles, los edificios y las casas que pasaron delante de mi son totalmente un misterio, o tal vez en realidad resultan irrelevantes para mi memoria y para el caso.
En cuanto llegamos me sorprendió encontrar una fábrica delante: un gran complejo industrial se levantaba ante mis ojos, y el mismo símbolo pintado en azul se encontraba en medio de un gran edificio de color blanco. Además del símbolo, las letras O V E R L O A D E D sobresalían en la parte superior del edificio. Supuse que me había equivocado y los sujetos de la camioneta también. Pero al instante ellos bajaron de la cabina, obligándome –no de manera forzada, sino más bien, porque era naturalmente lo que debía hacer – a bajar. Aturdido y desconcertado, no tuve siquiera tiempo de reprocharme la equivocación. Los dos al unísono y con una voz de autoridad me dijeron que no, que no me equivocaba y que era la “casa” que buscaba, y que el grupo entero me estaba esperando dentro. No comprendí bien sus palabras, porque delante de mí no había ninguna casa, era una fábrica de quien sabe qué, pero no dudé de sus palabras y adelanté unos pasos hasta quedar de frente a una puerta diminuta en comparación con el resto del edificio. Se abrió automáticamente y los tres entramos al instante.
Con una angustia que hacía que mi corazón palpitara como intentando dejar mi pecho, nervioso y a punto de un colapso, y luego de una espera que pareció una eternidad, apareció la camioneta con un símbolo extraño, pero que me recordó una conversación anterior con mi amigo. En las puertas laterales del vehículo, o al menos en la del lado del copiloto se dibujaban tres círculos dentro de una circunferencia mucho más grande, el símbolo de la paz de Roerich, que hace unas semanas me lo hizo conocer mi amigo, y sobre el que estuvimos largo rato discutiendo camino a nuestras casas un domingo por la tarde. Al instante supe que era la camioneta indicada, y para que no quepa duda, fui alumbrado por sus potentes faros – aunque ahora dudo que hayan encendido las luces del vehículo y más bien fue el sol de medio día el que se reflejó en ese instante y me alumbró directo a los ojos. Por un instante quedé completamente ciego, pero no debía dejar escapar la oportunidad y caminé al filo de la acera e hice unas ridículas señas para que se detuviera.
Dos hombres de unos 35 o 40 años, o al menos así lo parecieron en ese instante, se encontraban en la cabina de la camioneta, me saludaron o al menos así lo creí, en un lenguaje extraño pero que en ese momento lo comprendí perfectamente y abordé sin preguntar nada a la cabina. Nadie volvió a hablar durante todo el trayecto, o eso pienso ahora, ya que no recuerdo que haya tenido lugar conversación alguna con los dos sujetos que se encontraban a mi lado, y al parecer ahora también he olvidado el camino que tomamos, las calles, los edificios y las casas que pasaron delante de mi son totalmente un misterio, o tal vez en realidad resultan irrelevantes para mi memoria y para el caso.
En cuanto llegamos me sorprendió encontrar una fábrica delante: un gran complejo industrial se levantaba ante mis ojos, y el mismo símbolo pintado en azul se encontraba en medio de un gran edificio de color blanco. Además del símbolo, las letras O V E R L O A D E D sobresalían en la parte superior del edificio. Supuse que me había equivocado y los sujetos de la camioneta también. Pero al instante ellos bajaron de la cabina, obligándome –no de manera forzada, sino más bien, porque era naturalmente lo que debía hacer – a bajar. Aturdido y desconcertado, no tuve siquiera tiempo de reprocharme la equivocación. Los dos al unísono y con una voz de autoridad me dijeron que no, que no me equivocaba y que era la “casa” que buscaba, y que el grupo entero me estaba esperando dentro. No comprendí bien sus palabras, porque delante de mí no había ninguna casa, era una fábrica de quien sabe qué, pero no dudé de sus palabras y adelanté unos pasos hasta quedar de frente a una puerta diminuta en comparación con el resto del edificio. Se abrió automáticamente y los tres entramos al instante.
Dentro las cosas parecían
diferentes, o al menos el exterior no coincidía con el interior, o en parte,
porque una vez cruzado el umbral, la puerta que era de color negro de la
entrada, me encontré frente a una casona
amplia, antigua, con un aspecto semiderruido, y en la que se destacaba un patio
de tierra de un café rojizo, que era donde me encontraba, detrás estaba un muro
alto, muy alto, como el de una prisión, porque al parecer rodeaba todo el
conjunto, pero que difería notablemente del muro y la fachada exterior de la
fábrica.
Por delante todo era de un blanco mate, inmaculado, con excepción de la puerta, que como dije era de color negro, como un agujero en medio de la nada. Por dentro, el muro era más bien gris verdoso, enmohecido por el paso de muchos años, y de la puerta de entrada no quedaba la más mínima señal, todo el muro era igual, y sin embargo, y por eso dije que en parte el interior no coincidía con el exterior, pues al costado izquierdo de donde me encontraba, es decir del patio, y de la casona, se levantaba el complejo industrial blancuzco y como lejano, separado por un muro algo más bajo del que quedaba a mis espaldas.
Fue extraño ver aquel elefante blanco al costado, que desde fuera parecía correcto y normal, y sin embargo, desde dentro era como nos hubiéramos distanciado mucho de aquella mole, como si nos distanciara otra realidad, tal vez como si estuviera contenido en una burbuja de cristal, aunque no sabría diferenciar si la casona antigua era en verdad la que se encontraba separada por esa especie de cápsula. Mi recuerdo de ese instante era que solo había dado los pasos necesarios para dejar la puerta y entrar en el recinto, pero mi visión decía lo contrario, nos encontrábamos muy distantes ya sea del muro o de aquel edificio blanquecino.
Por delante todo era de un blanco mate, inmaculado, con excepción de la puerta, que como dije era de color negro, como un agujero en medio de la nada. Por dentro, el muro era más bien gris verdoso, enmohecido por el paso de muchos años, y de la puerta de entrada no quedaba la más mínima señal, todo el muro era igual, y sin embargo, y por eso dije que en parte el interior no coincidía con el exterior, pues al costado izquierdo de donde me encontraba, es decir del patio, y de la casona, se levantaba el complejo industrial blancuzco y como lejano, separado por un muro algo más bajo del que quedaba a mis espaldas.
Fue extraño ver aquel elefante blanco al costado, que desde fuera parecía correcto y normal, y sin embargo, desde dentro era como nos hubiéramos distanciado mucho de aquella mole, como si nos distanciara otra realidad, tal vez como si estuviera contenido en una burbuja de cristal, aunque no sabría diferenciar si la casona antigua era en verdad la que se encontraba separada por esa especie de cápsula. Mi recuerdo de ese instante era que solo había dado los pasos necesarios para dejar la puerta y entrar en el recinto, pero mi visión decía lo contrario, nos encontrábamos muy distantes ya sea del muro o de aquel edificio blanquecino.
Una vez recobrado de esa primera
impresión y aunque más aturdido que antes, mis dos acompañantes me invitaron a
seguirlos y entrar en la casona. Caminamos un corto trecho en la tierra de
aquel patio que me recordaba a mi infancia y la casa de mis abuelos, y por fin
entramos en la casa. Esta vez la puerta de entrada era de color rojo, aunque
bastante gastada y opaca, como si la madera hubiera absorbido la pintura y como
un nutriente más para su corteza muerta, y se la hubiera apropiado, una madera
enrojecida y que lucía cansada de tanto abrirse y cerrarse para cada iniciado.
Por dentro la casa lucía igual que por fuera, bastante desaliñada, con numerosas puertas que quien sabe si conducían a cuartos o a corredores, a baños o a cocinas, a salas o a sótanos. Mis acompañantes me indicaron una de aquellas puertas delante y entramos, esta vez la puerta era simple, de un café corriente, al interior una espaciosa sala acomodada con sillones de épocas pasadas y que parecían recogidos de entre escombros o por lo menos de la calle, donde habían sido abandonados por sus propietarios, cansados y fastidiados de aquellos vejestorios, dejaban entrever una pobreza única, un desamparo, o por lo menos un desapego estético que me estremeció un poco a pesar del aturdimiento.
En la sala se acomodaban una pocas personas, de las cuales no recuerdo sus rostros o sus vestimentas, es como si estuvieran allí para complementar una escena que no se viera desierta, y que más bien representara la precariedad de aquella casa. Mis dos acompañantes se despidieron con un corto ademán que intuí que significaba que esperara en aquella sala.
Al rato apareció un anciano, que al parecer traía las mismas vestimentas de uno de mis acompañantes iniciales, pero que en el lapso de unos minutos había envejecido unos 50 años, incluso sus ropas estaban viejas, por eso tardé en asociarlo, y en realidad no estaba muy seguro de si era la misma persona u otro, en todo caso el anciano me dijo en voz baja: bien, bien, te estábamos esperando, pero no nos reconociste al principio, ahora que ya no tienes salida, has venido a nosotros.
- No te culpes por tu enfermedad, sabemos que estás enfermo, por eso has venido, de lo contrario no nos hubieras reconocido. Ahora tienes que comer, comer para estar listo a cruzar el portal…
Por dentro la casa lucía igual que por fuera, bastante desaliñada, con numerosas puertas que quien sabe si conducían a cuartos o a corredores, a baños o a cocinas, a salas o a sótanos. Mis acompañantes me indicaron una de aquellas puertas delante y entramos, esta vez la puerta era simple, de un café corriente, al interior una espaciosa sala acomodada con sillones de épocas pasadas y que parecían recogidos de entre escombros o por lo menos de la calle, donde habían sido abandonados por sus propietarios, cansados y fastidiados de aquellos vejestorios, dejaban entrever una pobreza única, un desamparo, o por lo menos un desapego estético que me estremeció un poco a pesar del aturdimiento.
En la sala se acomodaban una pocas personas, de las cuales no recuerdo sus rostros o sus vestimentas, es como si estuvieran allí para complementar una escena que no se viera desierta, y que más bien representara la precariedad de aquella casa. Mis dos acompañantes se despidieron con un corto ademán que intuí que significaba que esperara en aquella sala.
Al rato apareció un anciano, que al parecer traía las mismas vestimentas de uno de mis acompañantes iniciales, pero que en el lapso de unos minutos había envejecido unos 50 años, incluso sus ropas estaban viejas, por eso tardé en asociarlo, y en realidad no estaba muy seguro de si era la misma persona u otro, en todo caso el anciano me dijo en voz baja: bien, bien, te estábamos esperando, pero no nos reconociste al principio, ahora que ya no tienes salida, has venido a nosotros.
- No te culpes por tu enfermedad, sabemos que estás enfermo, por eso has venido, de lo contrario no nos hubieras reconocido. Ahora tienes que comer, comer para estar listo a cruzar el portal…











